Poetas del Siglo XXI

Poetas del Siglo XXI

“Poetas del Siglo XXI” no puedo más que recordar esa frase escrita en una bolsa de plástico precintada por innumerables cintas adhesivas. Aquella bolsa contenía el momento exacto en el que tres adolescentes usaron la onda expansiva de su explosión hormonal para explorar su creatividad y para más tarde caer súbitamente en un puritanismo voraz, víctimas del miedo y la culpa.

Éramos tres jóvenes ousiders de 14 años. Llevábamos varios cursos juntos y nuestras escasas habilidades sociales nos habían apartado de la masa. Decidimos vivir nuestra edad del pavo viendo desde las gradas (literalmente) los primeros ligoteos de nuestros compañeros de clase cuando no nos quedaba más remedio.

De alguna manera usábamos toda esa energía reproductora en mil y una formas de dar salida a nuestra creatividad. Formamos un grupo de música, grabábamos semanalmente un programa de radio con ficción sonora, hacíamos videojuegos y juegos de rol, filmábamos películas y cortometrajes, editábamos un fanzine sobre videojuegos, escribíamos relatos a tres manos… Pero por encima de todo dibujábamos cómics.

Normalmente nos reuníamos en casa de uno de nosotros para dibujar juntos (a menos que se tratara de nuestras colaboraciones por separado para luego reunirlas y graparlas previo paso por la copistería). De aquellas sesiones salían auténticas joyas. Siempre acabábamos referenciando nuestras propias ideas y creando un universo riquísimo entre personajes y series.

Cuando levantábamos la vista del papel todo estaba hipersexualizado bajo un machismo nada velado e institucionalmente permitido y hasta fomentado. Los programas de humor se cebaban con las bromas zafias, los vestidos de las azafatas de programas infantiles menguaban, los dibujos animados pasaron de ser dramones costumbristas o gestas hiperviolentas para convertirse en series sobre triángulos amorosos o las travesuras de algún personaje pervertido. 

Así que era inevitable que esto tuviera reflejo en nuestras publicaciones. De repente empezaron a aparecer más personajes femeninos con un comportamiento más adulto y las tramas se acercaban más a un Porky´s que a un X-Men.

Poco tardamos en ir abocetando escenas para nosotros subidísimas de tono, pero que seguro que a día de hoy no haría sonrojar ni hasta el más casto de los chavales de nuestra edad. Así que, en una de esas sesiones grupales, acabamos acuñando un nuevo título a nuestras colecciones: HARA KIRI. Tomamos el nombre prestado de una publicación existente y que alguno recordaba de verla de reojo en alguna papelería.

La temática de ambas publicaciones era muy parecida. Cómics con un erotismo (rozando el porno) muy infantiloide y tendiendo al humor. La diferencia es que, en la que ya existía, posiblemente los dibujantes sabían de primera mano qué era una teta o cómo o dónde se situaba un coño.

No nos faltó el tiempo para crear todo un universo alrededor. Una región dividida en dos regiones: la primera al norte donde todo el mundo era casto y puro, y la segunda al sur donde daban rienda suelta a sus impulsos más primarios.

Pituania (que así se llamaba) tenía sus propios usos y costumbres y en los diferentes apartados de Hara Kiri las desgranábamos. El eje central era un cómic sobre un grupo de estudiantes de nuestra edad que vivían sus aventuras con guiños a nuestra propia realidad.

Por aquel entonces la información nos llegaba con cuentagotas y el único contacto con publicaciones subidas de tono se basaban en catálogos de ropa por correo, apariciones en prensa de las estrellas del destape de las primeras televisiones privadas, el Interviú y las revistas porno que colgaban amarillentas con pinzas de la ropa sobre las ventanillas del kiosco de prensa de turno.

Los números se fueron sucediendo y fuimos incorporando recortes que íbamos cazando de unas y otras fuentes para darles un giro y adaptarlos a nuestro relato. Mientras que otros adolescentes se pasaban las revistas como material para masturbarse en cadena, nosotros las recortábamos y las incluíamos en Hara Kiri (o HK, como solíamos referirnos a ella).

Sobra decir que, con esa edad, no teníamos ni habilidades para dibujar especialmente bien, ni los conocimientos anatómicos o sexuales necesarios para que todo aquello tuviera sentido. Pero para nosotros era una vía para canalizar esa energía horny que, no sabíamos de dónde surgía.

Pasaron los meses y el pequeño estuche de madera con felinos de la marca Staedtler que cobijaba aquella obra clandestina, se nos quedaba pequeña. Por aquello de ser hijo único y un mentiroso compulsivo, yo custodiaba en mi casa nuestra producción más censurable. Resulta que con el paso del tiempo, no solo hacíamos más cómics, sino que además nos íbamos haciendo con más material externo.

Por una parte comenzamos a comprar cómics eróticos como el Sukia en lo que llamábamos La Feria del Libro, y que no era más que un barracón donde ponían el stock apolillado que alguien iba recabando de librerías en quiebra. El hedor a buhardilla y humedad podía cortarse con un cuchillo.

Los 2000 AD y los tomos de Caballero Luna o Judge Dredd fueron mis compras habituales en aquellos eventos, pero no dejábamos pasar ni una sola una ocasión sin llevarnos algo picarón. Allí también estaba el Judía Verde, que en el futuro daría nombre a la segunda época de nuestro fanzine.

Esta nueva etapa estuvo marcada por un contacto más cercano con el porno en revistas y películas (en la televisión por cable) y la posibilidad de hacer fotocopias por nuestra cuenta. Pudimos tomar más nota de cómo eran y cómo se podían dibujar “ciertas cosas”. Sin embargo, como comenté antes, éramos nuestra propia referencia. Las bromas privadas y el cruce con otras sagas y publicaciones hizo que todo aquello se nos fuera de madre y las escenas de sexo parecían un mal viaje de ácido.

Aun así todo aquello nos parecía divertidísimo. Aquel maletín de madera pasó a ser una caja, y ya no sólo contenía nuestra obra dibujada, sino que también había diskettes con juegos picantones y animaciones descacharrantes que hacíamos con Dr. Genius pero con contenido muy explícito. También encontrábamos allí otras publicaciones, recortes de alguna otra y una cinta de vídeo con trozos que podíamos grabar de porno (a tope de pelo y brillantina) de la televisión por cable local. Empezábamos a correr riesgos.

Individualmente también dibujábamos. Algunos de nuestros dibujos picantones acababan también en aquella caja, pero la mayoría pululaban en carpetas escondidas en casa de unos y de otros. En más de una ocasión temimos ser descubiertos, pero salvamos milagrosamente la situación.

Pero un día algo cambió. Puede que fuera el miedo o la culpa (se acercaba la confirmación de la mayoría del grupo), pero decidimos que tener en nuestro poder todo aquel material no era lo más adecuado. Teníamos que deshacernos de él como fuera.

Recuerdo cuando quemamos un carpetón enorme con dibujos en el hueco de un eucalipto en una noche de niebla en pleno invierno. Efectivamente, no fue la mejor de las ideas. Podría haber salido ardiendo aquel árbol, podría haberse apagado el fuego y que una ráfaga de viento repartiera todos aquellos dibujos por el barrio… Pero la adrenalina y el pecado no nos dejaban pensar. Además, nos encantaba jugar con fuego y por aquel entonces conseguir mecheros era cosa sencilla en nuestras casas.

Pero aún quedaba aquella caja que cerraba a duras penas y que contenía la mayoría de nuestra producción. Quien encontrara y revisara su contenido tenía razones de sobra para llevarnos de cabeza a un psiquiátrico. Así que debíamos tomarnos en serio su destrucción.

La cinta desapareció, y todo lo que estaba dibujado impreso o escrito en papel fue troceado a mano por nosotros e insertado en una bolsa. Quitamos cada grapa, despegamos cada papel y redujimos a confeti el equivalente a un paquete de 500 folios previamente censurados.

Cuando acabamos con el despiece cerramos la bolsa con todos los nudos y grapas que pudimos. Gastamos lo que quedaba de un rollo de cinta adhesiva que tenía en casa y nos dispusimos a deshacernos de todo aquello. Por aquel entonces reciclarlo no era una opción, así que tan solo teníamos que dejarlo en el contenedor más cercano.

Justo antes de salir de mi habitación uno de nosotros nos paró en seco y, con un bolígrafo comenzó a escribir en la bolsa “PO…”. Lo detuvimos en el acto antes de que escribiera un inevitable POYA (que es como se decía «polla» en pituano). Nos miró, se sonrió y completó la frase “POETAS DEL SIGLO XXI”. Acto seguido bajamos sigilosos las escaleras del piso donde viven mis padres, dejamos caer la sospechosa bolsa al fondo del contenedor y nunca más supimos de ella.

Por separado seguimos dibujando algún que otro cómic calentorro, pero no nos propusimos volver reunirnos de nuevo para aquello. Por aquel entonces empezamos a distanciarnos más y no éramos tan productivos. El tiempo hizo que nos centráramos en otras cuestiones e intentamos subirnos tarde al tren de las interacciones sociales, las discotecas y el tonteo.

Seguíamos en contacto, pero manteníamos nuestros lápices alejados del pecado (al menos en grupo). Pero años más tarde retomamos el contacto y, a raíz de la música, comenzamos de nuevo a trabajar juntos en proyectos.

Cuando hablábamos, nos arrepentíamos muchísimo de habernos deshecho de aquella bolsa. Ya no sentíamos culpa por haber empezado a  coquetear con el sexo usando el cómic y los fanzines como trampolín. Ya éramos tíos hechos y derechos y, por aquel entonces, ya todos habíamos tocado teta y visto algún un coño que otro.

Así que en 2002 tomamos la decisión de reflotar aquel espíritu en forma de un e-zine porque, de repente, Internet estaba en nuestras vidas. Ya sabíamos dibujar mejor, escribir mejor y teníamos más acceso a información. No dudamos ni por un solo segundo que aquel proyecto debía llamarse POETAS DEL SIGLO XXI.

El contenido de la web era muy parecido al de los fanzines que hacíamos y retomaba todo aquel espíritu. La columna vertebral era el cómic del Grupo HK original, en el que se redibujaba lo que buenamente recordábamos. Los primeros capítulos los teníamos cristalinos porque, a base de referirlos en nuestras conversaciones, podríamos definir perfectamente lo que salía en cada viñeta y todos los diálogos y onomatopeyas.

Además del cómic, había un apartado de parodias como si fueran cómics o series reales reinterpretadas en clave de Pituania del Sur, hentai descensurado, un apartado de reportajes en el que volvíamos a describir los usos y costumbres de aquel país, series de animación de producción propia, la sección de cartas del lector (ficticias) que llevaba una chica (ficticia) que se llamaba P.M.I., un cómic abierto, links a webs que creíamos que tenían el mismo tinte que la nuestra y, entre otras muchas secciones, uno de relatos.

Yo, por desgracia, dejé de dibujar una temporada, así que me aferré a ayudar con el diseño de la web y con los relatos. Durante las dos entregas que hicimos del e-zine, publiqué dos relatos de una trilogía que titulé Primeros Pasos. En ella narraba la vida de un adolescente y de cómo descubría el sexo durante un verano en una granja-escuela.

La trilogía no terminó de cerrarse porque nos concentramos en otros proyectos, pero no hace mucho participé en un concurso de relatos eróticos y me acordé de los que hice para Poetas del Siglo XXI. Después de perder el concurso (¡oh, sorpresa!), decidí retomar aquellos textos para revisarlos, darle cierta unidad y terminarlos. Y eso es lo que hice.

A partir de la semana que viene iré publicando de vez en cuando uno de los relatos de «Primeros Pasos». Eso sí, el último me salió demasiado largo y he decidido dividirlo en tres episodios.

No he querido tocar demasiado los textos en las revisiones que he ido haciendo, porque quiero que guarde algo de ese espíritu adolescente en el que me inspiré en su día y que ahora queda mucho más lejano.

A estas alturas, no queda nada de aquella moral que nos empujó a destruir algo que podría haber sido el recuerdo de toda una etapa juntos. Es escalofriante pensar cómo aquella liberación mental pudo tropezar después con semejante sesgo moral.

De hecho, no tardaremos en vivir toda aquella historia desde el otro lado del espejo, porque nuestros respectivos hijos van alcanzando poco a poco la misma edad que nosotros gastábamos por aquel entonces.

Dudo que ellos decidan los cómics y la autoedición como salida a semejante estallido hormonal, pero ¿quién sabe…? A lo mejor tenemos que hacer la vista gorda si nos encontramos un maletín sospechosamente escondido bajo la cama.


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