Primeros pasos - 1: Soledad

Primeros pasos – 1: Soledad

Hace ya 16 años desde que pasó lo que ahora os voy a contar, es el recuerdo de mi primera experiencia sexual, y con esto no me refiero a que fuera mi «primera vez», sino que fue al primer contacto con el sexo que tuve.

Fue cuando tenía 11 años, en verano, quizás el verano más caluroso que jamás haya vivido. Ese año mis padres decidieron darse unas vacaciones fuera del país y descansar un poco de mí, así que me mandaron a una granja-escuela lejos del confort de mi casa y mi entorno. Tierra adentro, tan lejos de ellos como les fue posible, cerca del pueblo donde nació mi padre.

A mí, la verdad, es que no me apetecía mucho, pero al fin y al cabo yo también quería descansar de mis padres y todos mis amigos se iban de viaje también, así que no me opuse a que me exiliaran a aquel lugar. Por suerte estaba lo suficientemente alejado del pueblo como para encontrarme con aquella familia lejana que se dedicaba a burlarse de mí en cuanto sacaba el pie del coche.

La vida allí era totalmente distinta a la que yo solía llevar, y al margen de todas las actividades que nos preparaban para tenernos distraídos, la convivencia con la gente era buena, y especialmente con mis compañeros de cuarto. Venían de muy distintos sitios, y nos pasábamos las noches hablando de nuestras aventuritas de preadolescentes.

En la granja-escuela, además de mis compañeros, estaba el personal que se ocupaba de enseñarnos a trabajar allí. Estaban los monitores que impartían los talleres, y después todo el personal que se ocupaba del mantenimiento y explotación de la granja. También estaba Rosario, que trabajaba como enfermera voluntaria porque su hija pequeña también era alumna allí.

Yo hice especial amistad con Ernesto, que era el «manitas» del lugar, una de esas típicas personas que son imprescindibles en los sitios pero que son considerados menos que el resto. Ernesto tenía 44 años y vivía en la propia granja junto a su mujer Marta y su hija de 19 años Soledad. Era algo excepcional, porque la mayoría de los que allí trabajaban vivían en un pueblo a pocos kilómetros.

Como es lógico, Soledad se convirtió en un auténtico mito erótico entre los chicos de mi edad. Ella no tenía la belleza de una estrella de Hollywood, pero había dos factores que la distinguían: su proximidad a nosotros (raro era el día que no nos saludaba con un par de besos en las mejillas) y que estaba muy «desarrollada» (por lo menos eso es lo que decían los alumnos mayores).

Por todos los cuartos corrían rumores de que se había enrollado con uno u otro chico, pero nadie lo había visto con sus propios ojos, por lo que a Soledad siempre la rodeaba un aura de misterio. Personalmente me atraía mucho y en más de una ocasión había fantaseado con besarla.

Un día Ernesto pidió permiso a mis tutores y me invitó a comer los platos que cocinaba su mujer, porque había observado que estaba muy delgado por comer «esa mierda de comedor». Así que ese día me llevó a su casa, que estaría a tan sólo unos  minutos de la zona en la que solíamos frecuentar para comer una carne que estaba deliciosa, aunque lo que a mi más me gustaba es que estaba sentado a la mesa con la figura paterna más cercana que pueda recordar y con la chica que volvía loco a media granja-escuela.

Tras la copiosa comida charlamos un rato, aunque Ernesto no tardó mucho en decirme que era costumbre en la zona que después de comer se durmiera siesta. Marta habilitó una improvisada cama en el salón, me instaló allí, y cada uno se fue a su cuarto a dormir. Yo, como es lógico no pude dormir entre digestión, el calor y la falta de costumbre, sin embargo permanecí en la cama haciéndome el dormido por pura educación.

No habría pasado media hora cuando escuché que lentamente se abría una puerta, escuché pasos pero muy sutiles, como si pretendieran ser silenciados (yo seguía haciéndome el dormido) luego sentí la puerta de la calle y de nuevo el silencio. Supuse que era Ernesto, que tenía que salir para algún asunto de la granja, pero cuando me giré descubrí que la puerta que estaba abierta era la del cuarto de Soledad.

No tengo ni idea lo que me movió, pero decidí salir de la cama también silenciosamente y dirigirme hacia la calle. Al abrir la puerta no encontré a nadie (tampoco lo esperaba) y tan sólo estaban las gallinas de Ernesto dando vueltas por allí y un perro que levantó la mirada y me miró para luego de nuevo tumbarse a dormir. Me extrañó, era como si Soledad hubiera desaparecido, no había pasado mucho tiempo cuando reparé que la puerta de la cochera estaba entreabierta, supuse que estaba allí. Ya en ese momento empecé a sentir que algo pasaba, mi corazón comenzaba a latir más fuerte y no sé si sería de la emoción o del calor empecé a respirar con más dificultad.

Aquella cochera no era más que una extensión de la casa donde Ernesto metía herramientas, el tractor y la comida para los animales. Al entrar allí tuve que esperar a que se acostumbrar mi vista, porque apenas había luz, tan sólo entraba un potente rayo de luz desde una ventana enrejada y que incidía sobre el tractor. El calor allí era insoportable y el aire, debido a la cebada y al aceite del tractor se hacía denso y pesado. Con un vistazo rápido pude adivinar que Soledad no estaba allí. Desde unas balas de paja hasta la estantería de las herramientas había una calma absoluta. Lo único que se movía allí era el polvo que se podía ver al atravesar en el rayo de sol.

Me giré para salir de allí y proseguir mi fingida siesta, cuando escuché algo en las alpacas. Me asusté porque Ernesto me había contado historias sobre las ratas que había en su casa y yo les tenía un pánico increíble. Pero ese sonido no era el de un animal pequeño, así que sigilosamente me acerqué. Conforme me iba acercando podía sentir cómo la adrenalina subía. Creo que ya intuía lo que iba a ver allí. Efectivamente, al asomarme entre algunas balas de paja pude ver a Soledad, aunque no daba crédito a lo que estaba pasando. Tan sólo pude quedarme inmóvil y asistir atónito a aquella escena.

Soledad estaba sobre un lecho de paja completamente desnuda. Sobre ella incidía otro rayo de sol que entraba por un ventanuco enrejado también. Su pelo se entrelazaba con la paja suelta al mover la cabeza, sus manos se desplazaban cuidadosamente por su vientre describiendo extrañas trayectorias. Su respiración era profunda y jadeante, se podía ver cómo el polvo suspendido a su alrededor y cómo salía propulsado violentamente al acercarse a sus labios húmedos, brillantes y temblorosos. Yo pude sentir cómo me excitaba poco a poco y mi respiración se hacía profunda mientras me ocultaba aún más paro también intentando encontrar un mejor ángulo de visión.

Las manos de soledad se fueron desplazando hacia sus pechos, que se se movían arriba y abajo con con su respiración, y acariciaba sus pezones a la vez que emitía un casi imperceptible gemido. A veces agitaba la cabeza violentamente, de hecho yo me creí descubierto en varias ocasiones cuando giraba su cara hacia el sitio donde yo me escondía pero sus ojos estaban cerrados fuertemente. Yo sentía mi polla latir bajo mis pantalones, jamás había estado tan empalmado.

De repente una de sus manos se dirigió a sus labios e introdujo dos de sus dedos en la boca, pude ver como los acompañaba con la punta de su lengua hacia el interior. Una vez dentro, y apretando sus labios los iba sacando y metiendo rítmicamente. Sus dedos salían de su boca brillantes mientras los gemidos se hacían más agudos, aunque no entendía por qué. Inmediatamente me di cuenta que esto era así porque su otra mano ya no jugaban con sus pezones, sino que había bajado hasta su coño.

Quedé petrificado, era la primera vez que veía a una chica totalmente desnuda, excitada y masturbándose. Me giré bruscamente apartando mi mirada de Soledad y apoyando mi espalda en las balas de paja, mi respiración era muy profunda e intentaba silenciarla para no ser descubierto. También intenté relajarme para hacer bajar el inmenso bulto que había en mi pantalón, pero fui interrumpido por un gemido que llenó y vació aquel garaje en un instante.

Rápidamente acudí a observar qué estaba sucediendo. La boca de Soledad ya no estaba ocupada por sus dedos y en su lugar su labio inferior estaba apresado por sus dientes mientras ambas manos acariciaban su coño. Soledad agitaba sus caderas a la vez que con una mano hacía un movimiento rápido y repetitivo, y la otra fluctuaba más abajo con un ritmo menos frenético. Su respiración había variado y ahora el aire entraba en ella bruscamente y era retenido hasta que salía por su nariz en un entrecortado suspiro. Su cuerpo temblaba y este movimiento hacía que sus pechos se temblaran rápidamente cuando exhalaba.

Poco a poco su espalda se iba arqueando y la velocidad de ambas manos incrementaba, convirtiendo aquel temblor en convulsiones violentas. Yo no era consciente de lo que ocurría y pasé de excitarme a sentir miedo, no quería que le pasara nada malo a Soledad, pero estaba totalmente inmovilizado. Los gemidos de soledad se hacían cada vez más intensos, mientras su espalda exageraba progresivamente aquellas convulsiones.

En mis ojos aparecían ya las primeras lágrimas, pero repentinamente se vieron cortadas por un intenso gemido de Soledad, que quedó totalmente inmóvil con la espalda exageradamente curvada, la coronilla clavada en el lecho de paja, sus manos totalmente quietas, su cuerpo sereno, lo único que se movía era el polvo que flotaba a su alrededor. De repente reparé en que tenía la boca ampliamente abierta pero sin emitir ningún sonido y los ojos brillantes completamente abiertos mirando a ningún sitio.

Aquella visión hizo que del miedo pasara al pánico, así que salí de allí lo más rápido que pude haciendo el menor ruido posible en dirección a mi camastro. Allí me arropé hasta la nariz y cerré los ojos con fuerza intentando fingir que estaba dormido, e intentando convencerme, que todo aquello había sido un mal sueño.

Apenas pasó un minuto cuando escuché algo: unos pasos casi imperceptibles, la puerta de la calle y el sonido de la ropa moviéndose. Algo se acercaba a mi. Los pasos se pararon frente a la cabeza de mi cama y pude sentir cómo alguien se arrodillaba. Desprendía un olor dulce y supe que era Soledad.

Me sentí aliviado porque no le hubiera pasado nada malo. Noté cómo una de sus manos se deslizaba por mi pelo hasta… toparse con una brizna de paja ¡Mierda! me quedé paralizado y mientras mi mente urdía mil y una excusas. Y cuando estaba a punto de saltar del sofá y salir corriendo de allí, uno de sus besos cayó lento sobre mi coronilla. Los pasos se alejaron silenciosamente y la puerta de su cuarto se cerró con delicadeza.

Después de la siesta Ernesto me llevó a la granja-escuela. Jamás dije una palabra a nadie sobre lo que vi su casa, y Soledad (muy a pesar de mis compañeros) no volvió a besarnos en las mejillas.


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