Primeros pasos - 3: El sexo débil (Parte 1)

Primeros pasos – 3: El sexo débil (Parte 1)

Un aluvión de notificaciones tronaron en mi móvil. Así me di cuenta de que, de alguna manera, estaba en el grupo de chat del pueblo de mi padre.

Recordaba haber pasado allí algunas vacaciones cuando aún era un crío. Mis tíos insistían en llevarme al campo para que respirara aire fresco porque yo era un niño enclenque y enfermizo. Les encantaba bromear con mi nombre. “¡Te faltan horas de selva, León!” decían. Yo odiaba aquel sitio porque todo olía a mierda.

Años más tarde a mis padres se les ocurrió mandarme la granja-escuela, como ya sabéis. Gané algo de color, muchas picaduras de bichos y algunos conocimientos sobre sexo.

Me hice amigo de Mateo y antes de acabar el verano ya lo había perdido. El resto del tiempo que pasé allí no terminé de encontrar mi sitio entre los chicos de mi edad.

Quise estar más tiempo con Emilio, pero los monitores decían que no era la experiencia más adecuada para mí. Yo sabía que lo que pasaba es que le llamaron la atención por llevarme a su casa sin permiso y se dedicaron a separarnos todo lo que pudieron.

Así que terminé pasando mucho tiempo con los alumnos más pequeños. Ellos no tenían la malicia de los adolescentes de mi grupo que solamente se divertían gastando bromas pesadas y haciéndole la vida imposible a los pobres animales.

Lo pasaba genial con aquellos pequeños. Desarrollé cierto instinto paternal que me empujaba a cuidarlos, y por su parte sentían cierta admiración por mí. Les enseñaba a hacer aviones de papel, les contaba chistes viejísimos que eran nuevos para ellos y respondía muchísimas preguntas sobre qué tenían que hacer para caerle bien a los profesores, hacer trampas en algún que otro juego o esconder secretos a sus padres.

Todos aquellos pequeñajos me seguían como pollitos a su madre, pero de entre todos ellos era Flor la que no me dejaba ni a sol ni a sombra. Fue la primera que se me acercó de aquel grupo. Me conocía porque su madre le hablaba de todos nosotros cuando estaban en casa.

Resulta que la madre de Flor era Rosario, la enfermera de la granja-escuela. Rosario tenía una vocación frustrada de maestra, y terminó siendo la farmacéutica del pueblo cercano por presión familiar. Eso sí, nunca dejó de sentir adoración por el mundo de la educación, y eso se notaba cuando trataba con niños. Era todo dulzura y comprensión.

Flor había escuchado muchas historias del grupo de los adolescentes y se veía que Rosario había reparado en que solía quedarme aislado desde la marcha de Mateo. La preocupación de su madre se transmitió a su hija y ahora parecía mi secretaria.

Como era de las mayores del grupo mediaba en todos los conflictos con los pequeños y me manejaba a su antojo como si tuviera que ceñirme a una agenda. A mí me hacía mucha gracia y me dejaba llevar.

Flor vestía como un chaval. Tenía el pelo corto y unos modos bruscos. Se desvivía por los más pequeños y era muy cariñosa. Pero lo que más caracterizaba a Flor era su curiosidad. Había vivido toda su vida en aquel pueblo alejado de la mano de Dios y apenas encontraba gente de fuera que estuviera abierta a charlar con una niña de diez años.

Todos tenían con ella una actitud paternalista y la trataban como si fuera un bebé. Se notaba que, aunque aún era una cría, tenía claro que pasaría lo que le quedaba de vida viajando por todos los rincones del planeta. Pero por el momento tenía que contentarse con la poca información que le llegaba.

Había algo que la obsesionaba. Al vivir en un pueblo del interior y saber que yo era de una zona de costa, todo su afán era saber cómo era el mar. Su color, su sonido, las mareas, el olor… Yo apenas pisaba el mar por pura rebeldía o por costumbre. El caso es que para mí era algo habitual y accesible, pero para aquella niña era como si mi familia viviera en un parque de atracciones.

Cuando le hablaba del mar notaba cómo tenía toda su atención y sus ojos se abrían de par en par como si pudiera contemplar cómo las olas rompían en la orilla. Se notaba que tan solo el concepto de la inmensidad del océano hacía que se disparara su imaginación.

Pero aquel verano tocó a su fin. Mis padres volvieron del extranjero con anécdotas y baratijas suficientes como para pavonearse unos cuantos días ante su familia del pueblo. Así que me hicieron despedirme de todo aquello apresuradamente y me montaron en el coche.

Pasamos una semana en el pueblo encerrados en casa de mis tíos, que se dedicaron en proyectar en mí toda su frustración por no poder viajar tanto como mis padres. Me ponían la zancadilla o me zarandeaban con energía para hacer hincapié en que era un debilucho y que sobreviviera a una granja-escuela había sido un milagro. Gracias a Dios pronto a mis padres se les acabaron las ganas de fanfarronear y nos largamos a casa.

Los años siguientes no pisamos el pueblo. Resulta que mis tíos también tenían un arma para luchar contra la vanidad de mis padres: la herencia familiar. Comenzaron los cruces de acusaciones, los problemas legales, los trapos sucios, las escrituras de las tierras… e ir al pueblo era como entrar en territorio comanche. Así que mis padres decidieron que nos quedáramos en casa durante las vacaciones, casualmente, hasta que tuve edad para negarme a ir con ellos. Desde entonces no me llegó ni una triste noticia sobre aquel pueblo. Hasta hoy, 8 años más tarde.

En aquel bullicioso chat sobre dichos locales, orlas del colegio y reproches hacia algún nativo que terminó yéndose a la capital, solo una persona se dirigió a mí.

-FLOR: ¿Eres León? ¿El chico de la playa?
-L: Hola. Sí, soy yo ¿Te conozco del campo, verdad?
-FLOR: Claro, aquí todos nos conocemos del campo ¡JAJAJA!
-L: Es verdad 😀

Busqué rápidamente su perfil para ver si era ella, pero únicamente encontré fotos de una persona enfundada en un enorme mono, con mascarilla y gafas de protección. Pero a través de aquellas gafas podía intuir aquellos ojos que querían ver el mar. Una vez más, Flor venía a apiadarse de mí al verme solo.

Comenzamos a hablar sobre qué había sido de nuestra vida en estos años. Ella seguía en el pueblo, trabajando en la explotación ganadera cercana ocupándose de la desinfección y desparasitación de los animales y las instalaciones. Si aquello era tan asqueroso como sonaba debería ser yo el que se apiadara de ella. De hecho lo hice, pero no por desempeñar un trabajo que a mí me resultaba repulsivo, sino porque más tarde me confesó que no lo hacía por gusto.

Como sospechaba, Flor quería abrirse al mundo, estudiar, viajar, conocer gente y disfrutar de todo lo que la vida le pudiera ofrecer. En cambio, su familia necesitaba el dinero porque Rosario tuvo que dejar su trabajo en la farmacia a causa de un accidente laboral.

Se me partió el alma al pensar lo injusto que había sido el destino con dos personas que derrochaban una entrega y una amabilidad extraordinarias.

Flor me lo debió notar y cambió de tema al preguntarme por lo que yo había hecho. Se me caía la cara de vergüenza mientras le explicaba que no había hecho absolutamente nada. Me acomodé en mi casa y dejé pasar muchísimas oportunidades de estudiar, viajar, conocer gente y disfrutar de todo lo que Flor hubiera deseado para sí misma.

Me sentí como una mierda y esperaba que me mandara a tomar por culo, pero no. No contaba con que para ella, mi absoluta inmovilidad vital le parecía el mayor de los regalos. Evidentemente, vegetar en casa y dejarte pasear por ahí haciendo el ganso con mis amigos pintaba muchísimo mejor que regar las esquinas llenas de mierda de las vaquerizas del agujero de donde quieres salir.

Pasamos muchísimo tiempo hablando. Sentía en aquella conversación cómo su imaginación volaba como cuando era una cría, y a mí me encantaba como en aquel entonces.

Cuando el resto de los paisanos de Flor (entre los que se encontraban algunos de mis primos) se dieron cuenta de que aquel no era mi lugar y comenzaron a enfadarse. Según sus palabras resulta que era un forastero que venía a quitarles las pocas mujeres que quedaban en el pueblo. No tardaron en pasar a los insultos abiertos y las fotos de animales humillados y torturados con las que pretendían hacerme entender lo que me iban a hacer si me veían por allí. Finalmente me expulsaron del chat. Por suerte Flor contactó conmigo a través de un mensaje privado en medio del linchamiento y pudimos darnos nuestros contactos para continuar charlando otro día.

Y así fue. Hablamos muchísimo a través de mensajes. En la mayoría de ellos nos quejábamos de nuestros problemas o nos contábamos batallitas sobre borracheras. Pero lo que más hacíamos era animarnos el uno al otro. Ella para que fuera más ambicioso y yo para que se lanzara a cumplir sus sueños. En unos meses creamos un vínculo muy fuerte y me abrí a ella como no lo había hecho con ninguno de mis amigos. Flor veía en mi un eterno soplo de aire fresco y una persona que daba más alas aún a su imaginación.

De aquellas interminables noches chateando surgió una renovada amistad. Evidentemente no era igual que cuando estábamos en la granja-escuela. Aunque había diferencia de edad, no notábamos la diferencia en el trato. Es cierto que yo tenía más historias sobre salir con los amiguetes, pero no eran muchas más que las suyas.

Por lo que pude detectar mi vida social se quedaba en pañales frente a la suya pese a que yo tenía edad de haber quemado las calles y ella apenas de pisarlas. Ella no tardó en advertir que era así, pero jamás hizo burlas de ello.

Igualmente, fue muy respetuosa cuando tocó enviarnos fotografías. En mi grupo de amigos era el más flacucho y bajito. Todos parecían jóvenes coyotes y yo parecía el hermano destetado que no tardaría en ser devorado por el macho alfa para que no fuera un lastre para la manada. De hecho era un poco así. Solamente estaba en aquel grupo porque la casualidad nos puso en la misma clase desde pequeños. Pero en realidad no teníamos nada que ver.

Ella jamás dijo nada sobre mis pintas o el contraste con mis amigos. «Parece que lo pasasteis genial ¿Cómo son las discotecas de allí?». Aunque en aquellas fotografías me exponía claramente a mofas, ella siempre inclinaba la balanza para saciar su curiosidad.

Por su parte las fotos tendían a ser siempre iguales. Casi siempre con mono de trabajo y acompañada de vacas. Decía que aquellas fotografías se las pasaban sus compañeros de trabajo. Cuando le pregunté si no tenía fotografías de fiesta o an algún evento familiar, me contestaba que no le gustaba sacarse fotos en esas ocasiones. «Cuando voy a una fiesta no hay quien me pare… y menos para hacerme fotos ¡jajajajaja!».

Por una parte me parecía de lo más coherente. Flor tenía pinta de vivir apasionadamente todo. Incluso su trabajo, por muy terrible que pareciera. Pero por otra parte me parecía injusto porque en alguna que otra fotografía se podía ver algo más su cara, y me pareció una chica preciosa ¿Cómo no iba a querer más fotografías aunque fuera por pura vanidad? «No las necesito ¿Para qué, si siempre salen los mismos?», contestaba con cierta amargura cuando le preguntaba.

Los meses fueron pasando y cuando me quise dar cuenta llegó el verano. Mi plan estaba claro: quedarme enquistado en mi casa mientras mis padres se iban de viaje a sabe-Dios-dónde. Y así fue. Mis padres buscaron la oferta de turno y pillaron el primer tour por el Mediterráneo que se les cruzó. Se me presentaba un mes de pasear en pelotas por mi casa comiendo basura, jugando a videojuegos y matándome a pajas.

Mis amigos ya tenían parejas por aquel entonces y comenzaron a hacer viajes en coche en los que yo, por lo visto, no cabía por muy flacucho que fuera. Tampoco me importaba demasiado, porque ya estaba acostumbrado a que me dieran de lado cuando les molestaba. Luego volverían a llamarme para comprar el alcohol más barato que hubiera y montar una fiesta en mi casa aprovechando la ausencia de mis padres. Así intentaban compensarme haber pasado de mi culo huesudo para irse a la sierra a follar por turnos en una tienda de campaña.

No me equivocaba. Mis padres y mis amigos se largaron. Yo me quedé en mi casa con el congelador hasta las trancas de precocinados y las persianas bajadas para estar fresquito paseando mis cojones de la cama al sofá y del sofá a la cama. Pero una de las noches que chateaba con Flor me preguntó si no iba a pasar por allí para ver a mi familia. Rápidamente le dije que no. Tan solo la idea de aguantar los dardos envenenados de mis primos me hacía mantenerme a un par de provincias de distancia de aquel sitio.

«¡Jooooo, qué pena! Me hacía mucha ilusión poderte ver por aquí y charlar contigo cara a cara… ¡Venga vente vente vente venteeee! ¡Porfaaaaa! ¡Hazlo por mí!» dijo. Podía notar aquellos preciosos ojos tan ansiosos como llenos de pena detrás de la pantalla.

De repente me vi a mí mismo, sentado en mi silla de cuero desgastada de posar el culo día tras día. Comiéndome completamente desnudo medio flamenquín frío con las manos y preguntándome si esto iba a seguir siendo así hasta que mis padres me echaran de casa. Algo me hizo despegarme literalmente de aquel asiento de polipiel y tomar la decisión de, por primera vez en muchos años, hacer algo distinto.

«No puedo negarme si me lo pides así» escribí. Flor puso todos los emoticonos habidos y por haber y me dijo que era muy posible que hubiera despertado a algún vecino del grito de alegría que había dado. Me puse muy contento. Luego me dijo que justo ese fin de semana eran las fiestas del pueblo. Adiós a la felicidad.

La idea de meterme en medio de semejante jauría de lugareños me heló la sangre. Sería como cuando me arrinconaron en el chat, pero en persona. Que estuvieran por allí mis primos tampoco me tranquilizaba. Sería un blanco fácil literalmente. Sería una víctima paliducha y raquítica a manos de los fornidos y etílicos paisanos de Flor.

Así que reculé como pude. Salió a la luz mi cobardía y empecé a poner problemas. Mis amigos me habían visto muchas veces así, y terminaron por ponerme el apodo de «la máquina de excusas». Pero Flor no era uno de mis amigos, y no estaba deseando que pusiera una excusa para sacarme del plan.

-Pero no sé dónde voy a dormir. Porque a casa de mis tíos no pienso ir.
-No hace falta que te vengas una semana. Con una noche me conformo. Te vienes por la tarde, nos pasamos toda la noche de juerga y por la mañana te pillas el autobús de vuelta. Ya dormirás por el camino.
-Pero mis primos me van a reconocer y…
-Ni te preocupes. Hace mucho que no vienes por aquí, y seguro que están bebiendo desde por la mañana. Por la noche no reconocerán ni a sus propios padres.
-¿Pero cómo te voy a reconocer? Apenas te veo bien en tus fotos…
-¡Y dale…! ¡Que no tengo más fotos! Además, no necesitas reconocerme. Seguro que yo te reconozco a ti. En cualquier caso, yo te digo en un mensaje cómo voy vestida antes de que nos veamos y así te aseguras de que no empiezas a ligarte a alguna prima segunda.
-Pero…
-PERO PERO PERO PERO… ¡Los peros al peral! Tú te vienes a que te dé dos abrazos y si resulta que te caigo mal pues te vas a la estación a hacer tiempo hasta que te vuelvas ¿Entendido?
-… Entendido
-¡BIEEEEEEEEEEEEN!

Ante semejante muestra de emoción no tuve más remedio que dar mi brazo a torcer y empezar a pensar dónde coño encontraba ahora una maleta.

Me acerqué en cuanto pude a la estación de autobuses y pregunté cómo podría llegar a aquel pueblo inhóspito en el plazo acordado. Supe que no iba a ser sencillo cuando al otro lado de la ventanilla se empezaron a acumular libros con itinerarios de las diferentes compañías. Al final tendría que hacer un par de transbordos en autobuses de línea, pero llegaría a buena hora.

Sin dudarlo compré un billete de ida y vuelta, agradecí el esfuerzo a aquella sudorosa señora y me fui rápidamente a casa. Era la hora de afrontar un gran problema: tenía que viajar durante horas y no parecer un despojo humano cuando nos viéramos.

Subí las persianas de mi cuarto y abrí el armario de par en par. La cosa no pintaba bien. Llevaba ya algunas semanas solo en casa y las prendas más decentes descansaban en un montón de ropa sucia en el suelo del cuarto de baño. Esperaba poder aguantar sin hacer una lavadora hasta la vuelta de mis padres, pero no contaba con esto.

Por suerte aún me quedaban unos días por delante, así que pude rescatar unos pantalones vaqueros a tiempo para lavarlos a mano y dejar que se secaran bien antes del viaje. Por suerte o por desgracia serían mis fieles compañeros de peripecias, ya que no me fiaba ni un pelo de las plagas de pulgas y chinches con las que podría toparme en los autobuses.

Para intentar arreglarme un poco más tuve que recurrir a una camisa que mi madre me obligó a comprar para ir a bodas. Por desgracia para ellos, como soy muy terco, la camisa terminó siendo negra. Es lo que hay. Seguro que si mis padres me vieran vestidos con una camisa de colores vivos acabarían abordándome para decirme que me parezco muchísimo a su hijo, pero que él siempre lleva camisetas negras.

Haciendo mi equipaje me di cuenta de que tampoco necesitaba una maleta y que con una mochila me bastaba. Así que busqué por casa y encontré una mochila vaquera desteñida que mis padres usaban para llevar la documentación del coche, la crema solar y las toallas a la playa. Evidentemente no la necesitaban en el crucero, así que me apropié de ella y la empecé a llenar.

En unas horas tenía preparado todo mi equipaje. Ahora que estaba todo planteado, ya tenía tiempo para empezar a ponerme nervioso.

Empecé a dudar de si aquello era una buena idea ¿Sería todo una broma pesadísima de mis primos? ¿Acabaría aquella noche cubierto de mierda y atado a un poste en medio de la plaza del pueblo? No, Flor no se prestaría a esas cosas ¿O sí? ¿De verdad conocía a aquella chica o me estaba dejando llevar por una idealización de aquella cría que me miraba con admiración?

Pasé las noches previas al viaje debatiéndome entre ilusionarme o echarme atrás y desaparecer de la vida de Flor. Por suerte no tomé la última vía.

El día del viaje desperté, me puse los pantalones del tendedero y metí en la mochila la camisa que llevaba días sobre la cama de mis padres estirada para disimular las arrugas de haber estado guardada durante años esperando a que me la pusiera. Me aseguré de dejarlo todo cerrado y desenchufado y me fui a la estación con un nudo en la garganta y con una sonrisa de oreja a oreja.

El viaje fue tal y como lo esperaba. Horas de aburrimiento y calor intentando acomodarme a aquellos asientos incómodos y malolientes, siendo consciente de que por ellos habrán pasado centenares de culos sin que a nadie se le haya ocurrido limpiar la tapicería. No me quería dormir por si se me pasaban la paradas para hacer los transbordos, así que pasé la mayoría del tiempo inventándome historias sobre el resto de los pasajeros para no pensar en mis inseguridades.

Tras 9 horas de Radiolé, baches y pestazo, llegué a mi destino. Bueno, casi a mi destino. La única parada era justo a la entrada del pueblo, en el aparcamiento de la Venta Juanillo. La recordaba de las historias de mis tíos.

Resulta que era el único lugar que vendía bebidas alcohólicas y se quedaba abierto más allá de las doce de la noche. Eso lo convertía automáticamente en el disco-pub oficial del pueblo. No era también el after porque para eso estaba el tanatorio.

Juanillo (supuse), me vio entrar por la puerta con aire escéptico. Me quedaban por delante algunas horas. Aún no había anochecido y necesitaba recuperar la sensibilidad en las piernas después de tantas horas sentado en los autobuses. Temía que la venta estuviera cerrada por las fiestas, pero parecía que estaba de suerte.

-¿Qué va a ser? -Por su desagradable tono parecía que Juanillo estaba proyectando en mí toda su rabia por no poder estar de fiesta con el resto.
-Buenas tardes… Sí, un bocadillo de lomo, un vaso de agua…
-¿¿Agua??-Interrumpió extrañado el camarero
-Sí, es que vengo de viaje en el autobús y… ¡Uf! Ya sabe…-No. No lo sabía.

De muy mala gana plantó el bocadillo y el baso de agua sobre la barra y le pagué para ver si eso calmaba su inexplicable ira.

Salí fuera y me senté en los veladores porque quedarme dentro no era una opción. Sabía lo que sucedería. Terminaría sometido a un tercer grado por parte del camarero y, visto lo visto, en este interrogatorio no habría poli bueno. Así que planté mi culo en aquellas sillas metálicas recalentadas de estar expuestas al sol desde el alba. Que me sudara el culo era el menor de mis problemas ahora mismo.

Aquel pueblo se había quedado parado en el tiempo. Los carteles de productos ya extintos emblanquecidos tras los cristales del kiosco, las mismas guirnaldas de papel y banderines de países que posiblemente ya no existieran colgadas de balcón a balcón, el eco de las campanadas de la ermita rebotando lentamente en aquellas callejuelas y anunciando que todo sigue abrumadoramente igual, como si fuera el pregón triste del sereno. Mi yo de ocho años volvió a mi mente para recordarme que nunca debí volver allí.

-¿¿VIENE DE LEJOS?? -Me sobresaltó el grito del supuesto Juanillo tras la barra. Estaba visto que no me iba a librar del cuestionario de rigor.
-¡Uy, sí! -Pegué un enorme mordisco al bocadillo ¡Joder, qué bueno estaba! Se me había olvidado lo bien que se comía aquí.
-¿¿PA LAS FIESTAS??
-¡Fih! -dije mientras afirmaba exageradamente con la cabeza mientras intentaba masticar aquel pan tan delicioso como denso.
-Cosa buena… – Zanjó el camarero entre dientes dirigiéndose a la trastienda mientras subía el volumen del televisor donde estaba viendo una corrida de toros.

Por los pelos. De no ser por su afición a la tauromaquia, seguro que Juanillo me había sacado hasta la afiliación política de mis padres de haber seguido preguntando. Por suerte no parecía mostrar mucho interés por mí. Ventajas de ser tan poca cosa. Nadie te ve como una amenaza.

El sol empezó a ponerse y comencé a escuchar los cohetes que marcaban el final de la misa por la patrona del pueblo. Señal inequívoca de que en unos minutos la plaza del pueblo iba a abarrotarse de lugareños empapados en colonia deportiva y ginebra barata.

Acabé mi bocata y mi vaso de agua del tiempo (calentito), y me dirigí al cuarto de baño que se encontraba en la parte trasera junto a un par de perreras y una jaula con gallinas.

Me quité mi sudada y arrugadísima camiseta, me sacudí las migas del pantalón y me refresqué con agua del grifo. Me miré al espejo para peinarme un poco y reparé en que tenía malísima cara. Nada fuera de lo normal, pero se notaban los nervios acumulados. Saqué la camisa negra de la mochila y me la puse por si mejoraba la cosa. Pero no.

-Mismo cuadro, con distinto marco… ¡Pero es lo que hay! -dije suspirando.

Abrí la mochila y recogí todo para salir de allí rumbo a la plaza. Me asomé a la puerta de la venta y grité

-¡Gracias, Juanillo! ¡Hasta luego!
-¡VALE, SUERTE! – Contestó el camarero desde la trastienda.

«¿Suerte? Creerá que soy de la orquesta» pensé mientras enfilaba la calle principal. Pero no. Juanillo sabía que, fuera de la orquesta o no, era un forastero y eso significaba que era carne de cañón en un día como hoy. Debía ser cauteloso y pasar desapercibido. Por suerte eso era algo que se me daba genial muy a mi pesar.

Llegué a la plaza y estaba tal y como la recordaba. Bueno, no exactamente. La imagen que conservaba era la de un lugar amplio con bancos donde se sentaban los viejitos a tomar el sol garrote en mano mientras los niños correteaban bajo la mirada de los adultos, que comían pipas en las sillas de la horchatería aledaña. Ahora mismo no había viejitos o niños. Solo una recua de jóvenes (y no tan jóvenes) agarrados del hombro haciendo como que bailaban al son de la música que provenía del escenario situado en uno de los extremos.

Los artífices de aquella música era la «Orquesta Aura», o al menos eso ponía en la enorme lona que lucían de fondo. Sus integrantes vestían camisa negra (lo que apoyaba mi teoría de la confusión de Juanillo) menos la teclista, que lucía una americana de lentejuelas plateadas. Supuse que se trataba de Aura.

La horchatería había puesto una barra metálica en vez de los habituales veladores y estaba haciendo su agosto. En ella se arremolinaban los mozos para irse portando ramos de vasos de tubo para repartir entre sus colegas.

Comencé a observarlos por si veía a alguien conocido, pero hacía mucho tiempo que no veía a nadie de allí. Total, tampoco iba a reconocer a nadie a menos que lo hubiera visto con una corbata en la cabeza, colorado como si fuera a reventar, vociferando y con la mirada perdida. Flor estaba en lo cierto. Se notaba que aquellas personas llevaban empinando el codo desde la hora del desayuno.

¡Ostras, Flor! Con tanta precaución para que no me pillen no he reparado en dónde podría estar. Me puse a buscar a las chicas entre aquella turba. Pero no había ni rastro. Salvo Aura y sus coristas, todo era una masa de mozos torpones empujándose los unos a los otros violentamente mientras se tronchaban de risa ¿Había llegado demasiado pronto? ¿Me habría equivocado de lugar? ¿Cómo me iba a equivocar si era la única plaza de todo el pueblo?

Del interior de la horchatería comenzó a salir un grupo de chicas con vestidos de colores vivos. La única nota de color entre tanta camisa desabrochada y pantalones de vestir. Estaba demasiado lejos para ver bien sus caras, pero tampoco habría manera de reconocer a Flor de esa manera. Tenía que acercarme a ellas y supongo que alguna terminaría reconociéndome e identificándose como Flor, porque su mensaje describiendo cómo iba vestida no acababa de llegar. Tenía que arriesgarme y poner un pie en aquella plaza.

La premisa estaba clara. Evitar acercarme al escenario para no mezclarme con los mozos y acercarme al grupo de chicas que se había reunido en uno de los laterales de la barra. Debía hacerlo con cuidado porque en más de una ocasión vi acercarse a uno de los mozos. Seguro que para intentar pillar cacho o soltarle alguna fresca a las chicas, porque siempre terminaban volviéndose con sus amigotes entre gestos de enfado. Sigilosamente fui rodeando la plaza hasta llegar a la horchatería. Por suerte no me crucé con demasiada gente, pero los pocos que lo hicieron iban en un estado tan lamentable que apenas repararon en mí.

Desde la horchatería podía ver más claramente al grupo de chicas, pero al estar en el lado opuesto solamente podía ver sus nucas. Así no podría reconocer a Flor, de manera que decidí acercarme para pedir algo.

-¡Disculpe, una horchata!

-¿HORCHATA?- El ruido de la gente y la música hacía que entenderse con el camarero fuera más complicado de lo que pensaba. Yo le hice un gesto de aprobación.

Desde allí podía ver bien las caras de las chicas, pero creo que ellas a mí no.

-DOS -Me gritó el camarero mientras dejaba sonoramente el vaso sobre la barra.

Le di las monedas y me aparté para que atendiera al siguiente. Di unos pasos hacia el grupo de chicas e intenté dejarme ver. De repente una de ellas se fijó en mí y se dio cuenta de que no era una cara conocida. Se giró hacia el grupo y cuchicheó. Definitivamente no estaba preparado cuando diez pares de ojos se clavaron sobre mí. Pude sentir la presión de aquellas miradas en la piel.

Una de ellas pareció reaccionar y se apartó del grupo acercándose hacia mí ¿Flor? ¿Podría ser ella? Era una chica muy guapa. Morena, con el pelo largo y rizado, y llevaba un vestido blanco ¿Es posible? ¿Me había reconocido? ¿Era Flor?

-Perdona, eres…
-¡SÍ! -Dije dije sonrien*
-¡¡EEEEEEEEEH!!- Se paró la música abruptamente- ¿¿QUERÉIS SABER UNA COSAAAA??- Esa voz…- ¡¡ESTE AÑO, ADEMÁS DEL ENCIERRO Y DE LA VERBENA… -No puede ser- VAMOS A CELEBRAR LA CAZA DEL LEOOOOÓN!!

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Me giré lentamente y pude ver sobre el escenario a un tipo enorme tambaleándose aferrado al micrófono de una de las coristas. Lo reconocí de inmediato, era mi primo Marcos mirándome fijamente con los ojos desencajados.

El público aún estaba asimilando la situación. Se debatían entre los aplausos y los vítores cuando, de puro terror se me escapó la horchata de la mano y el vaso se hizo añicos entre mis pies.

Aquella turba hasta las cejas de alcohol barato me identificaron como su presa. Me di la vuelta intentando esconderme y la vi a ella. Con una de sus manos se tapaba la boca, pero se podía ver claramente que se estaba riendo mientras me miraba burlonamente «¿Por qué, Flor? Pensé que eras distinta» pensé mientras sentía que el alma también se me caía al suelo.

Un pitido me sacó de mis pensamientos. Marcos había dejado caer el micrófono al suelo y bajó de un salto del escenario dirigiéndose hacia mí. Sus colegas empezaban a rodearlo y a jalearle mientras lo acompañaban.

Mis piernas ya sabían lo que tenían que hacer, no era la primera vez. Esquivé a Flor y salí corriendo de la plaza mochila al hombro. Podía escuchar ya el sonido de aquellos hombres persiguiéndome. Jamás había tenido tanto miedo en mi vida.

No tenía a dónde ir. A casa de mis tíos no, porque sería como meterme en la boca del lobo. Seguro que me entregarían a la masa enfurecida alegando que son cosas de chiquillos y que me venía bien que me dieran alguna lección por primera vez en mi vida. Largarme del pueblo no era una opción, porque el autobús aún tardaría horas en llegar de nuevo a la parada, y allí sería un blanco fácil.

De pronto lo vi claro y me dirigí calle arriba en dirección a la ermita. Esta escoria es tan salvaje como fanática y seguro que se cortarían si me meto en la casa de Dios, y si un cura no se apiada de mí, apaga y vámonos.

Por un segundo pensé que había salvado mi culo pero, el mundo estaba en mi contra una vez más. Las puertas de la ermita estaban cerradas. La patrona estaba recogida y el cura también tenía derecho a tomarse algo y disfrutar de la música ¿No?

Estaba perdido. Era hombre muerto. Abandoné toda esperanza y, con la tranquilidad de quien sabe que va a suspender un examen, me senté en el escalón de una casa cercana y dejé mi cabeza sobre la puerta. Esto tenía que pasar tarde o temprano. Mis padres no tuvieron un hijo, sino una víctima.

Mientras escuchaba los gritos enloquecidos de mis perseguidores cada vez más cerca, comencé a pensar cómo le iba a explicar a mis padres cómo me había hecho todas a aquellas heridas y, sobre todo qué coño hacía en el pueblo.

De pronto perdí el equilibrio y caí hacia atrás. La puerta sobre la que estaba apoyado se abrió de golpe y aterricé de espaldas al suelo. Unas manos firmes me agarraron de la camisa y me taparon la boca mientras me arrastraban contra la pared como si fuera un muñeco de trapo.

Cerré los ojos a la espera de la primera hostia y un sonó un estruendo que hizo que tensara todos los músculos de mi cuerpo como cuando estás a punto de sufrir un accidente de tráfico.

Podía escuchar a los amigos de mi primo llegando a donde estaba para después… pasar de largo. Sorprendido abrí los ojos, pero estaba completamente oscuro. Aquellas manos bastas me agarraban con fuerza la camisa y me empujaban hacia la pared. Parece que mi tío había tenido una revelación y milagrosamente me estaba salvando de que su propio hijo me linchara públicamente.

-¡Mpfh! -intenté hablar a pesar de que tenía la boca tapada con su otra mano.
-¡Shhhhh! -me contestó.

Conservé la calma. Entendí que teníamos que estar seguros de que no oían mi miedo. Así que esperamos a que aquellos gritos fueran únicamente ecos y que no se escuchara ni un alma en la calle. Tan solo entonces mi tío soltó mi camisa, me dejó de aplastar contra la pared y apartó su mano de mi boca.

-¡Uf… gracias! -dije mientras me recomponía.
-De nada, León -¡Espera… Esa voz no era la de mi tío!

«¡Clack!» chasqueó el interruptor. La luz de una tenue lámpara de techo se encendió y una enorme figura se presentó ante mí. Debía medir medio metro más que yo, y uno de sus brazos podría ser perfectamente dos de los míos. Intenté retroceder mientras mis ojos se acostumbraban a la luz.

-Tienes suerte de que sea la mejor cazadora del pueblo -dijo sonriente aquella voz

¡Era una chica! ¿Cómo era posible que…? ¿Pero cómo sabía que yo…? NO PUEDE SER…

-¿F-Flor?
-Así me pusieron mis padres.

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